Otra Alaska que cuestiona lo humano (Reseña de “Caribou Island”, de David Vann, Random House Mondadori, Barcelona, 2011)

No me refiero a esta Alaska

Después de Sukkwan Island (2010), cuyo título en inglés era Legend of a Suicide, llega a España la traducción de Caribou Island (trad. Luis Murillo Fort). El autor, David Vann, se pasó por la librería Laie de Barcelona para presentar su libro. Allí pude conocerle y charlar un rato con él, que no parece en absoluto un personaje de sus novelas (es muy amable y simpático): aunque quizás vaya puestísimo de inhibidores selectivos de la serotonina –léase PROZAC, p.e.

Pero vayamos a lo que nos ocupa. David Vann sigue situando a sus personajes en su tan conocida Alaska (el estado de los Estados Unidos de América), cuyos panoramas describe con minucia y maestría –aunque me dijo que su próxima novela se desarrollará en California; continúa frecuentando temas que combinan a la perfección con aquellos gélidos parajes, aunque en esta ocasión la trama transcurre en un verano apresurado que vuela hacia su propia extinción; y permanece fiel a su género, la tragedia de libro, perfectamente taraceada en su forma y canónicamente anunciada desde el principio, con un concentrado primer párrafo en que se urde ya el futuro viaje del lector.

En el mismísimo arranque de la novela leemos cómo Irene, la madre de la familia cuyo retrato se nos va a hacer en este relato, le cuenta a su hija treintañera, Rhoda, la última imagen que tiene de la abuela: “Mi madre no era real. Era un sueño prematuro, una esperanza. Era un lugar. Nevado, como este, y frío. Una casa de madera en el monte, con un río más abajo. Día nublado, la vieja pintura de los edificios más luminosos como por efecto de la luz atrapada, y yo volvía a casa del colegio. Diez años de edad caminando, sola, caminando por los trechos de nieve sucia del patio, caminando hacia el angosto porche. No recuerdo qué fue lo que pensé entonces, no consigo recordar quién era yo ni lo que sentí. Todo eso desapareció, se ha borrado. Abrí la puerta principal y me encontré a mi madre colgada de las vigas. Lo siento, dije, volví sobre mis pasos y cerré la puerta” (p. 7).

Desde el mismísimo comienzo se abre la grieta por donde va a desaguar lentamente toda esa familia, como una mera avanzadilla de la civilización que en Alaska (el estado) encuentra su ápice. El fresco es generoso en matices. La naturaleza es descrita con detallada ampulosidad que muchas veces se desborda en poéticos instantes, en que el autor asume funciones incluso de taxidermista. Pero vayamos a los personajes. O mejor dicho, a las parejas, porque ésta es una narración sobre la muerte del hombre, pero, sobre todo, sobre la desaparición lenta y progresiva de la humanidad a partir del suicidio que está viviendo el matrimonio. Es verdad que Vann no se entrega a la hipérbole en este particular, como lo hizo Michael Haneke en una película como El séptimo continente (1989). Es un científico realista levantando acta de defunción de los humanismos. Sin embargo, tal y como acostumbra, el autor ha escrito este libro con su sangre, inspirándose en personajes reales que ha conocido a lo largo de su intensa biografía, algunos de ellos muy cercanos a él, como es el caso de su padre, que protagonizaba el primero de sus libros traducidos al español.

Las parejas que aparecen en la triste historia que se nos cuenta son cuatro. Dos de ellas son centrales en la trama, las otras dos funcionan más bien como tipos sociológicos, como elementos masivamente presentes en nuestros días en las sociedades occidentales. Además, cabe decir, todas estas parejas excepto una forman parte de un mismo árbol genealógico. Con lo cual, asistimos con el progreso de la narración a los efectos degenerativos producidos por la pulsión de muerte que anida en las mismísimas raíces de la familia, que en nada es ayudada por su entorno social, entregado al entretenimiento, el mercantilismo y la superficialidad. Todo parece conducir, fatalmente, a la trivialización de la vida en su gran variedad de posibilidades.

Por un lado tenemos a Irene y a Gary, los padres recién jubilados, cuyas vidas están signadas individualmente por el fracaso. Su pasado en común se convierte, renglón tras renglón, en una impedimenta que se muestra cada vez más insoportable, hasta que algo se rompe y la Moira se convierte en un animal hambriento e imparable. Irene está lastrada por esa hecatombe personal que es la eterna desesperación simbolizada por el cuerpo inerme y suicida de su propia madre. Gary es un filólogo frustrado que dejó a medias su doctorado sobre las sagas islandesas no sabe bien por qué, como si su vida fuese un mero precipitado del azar, que, con mano maligna, le hubiese guiado hacia su situación actual a través de su continuo intento de fuga hacia los paraísos artificiales, que en su caso son siempre futuras ficciones en que él se convierte en una especie de guerrero feliz en una inexistente y originaria aldea vikinga. Esta táctica de evitación, este impulso que le hace huir, es precisamente el origen de la actividad que domina buena parte de la novela: la construcción de una cabaña en una diminuta isla alaskeña en la que irse a pasar el invierno la pareja, como queriéndose simbolizar con ello su congelación final y total. A punto de terminar su realización, Gary se da cuenta de que: “era preocupante, algo no andaba bien. Como si el matrimonio hubiera logrado sacar lo peor que llevaba dentro” (p. 259). Y mira su futuro refugio y leemos: “Lo que tenía delante era, sin ninguna duda, la cabaña más fea que había visto jamás, un engendro, algo mal concebido y mal construido de principio a fin. La exteriorización de cómo había enfocado su vida, pero no de lo que él podría haber sido. Esa forma externa más auténtica se había perdido, no había tenido lugar, pero Gary ya no estaba triste, ni siquiera tenía rabia. Eso era así, por fin lo había comprendido” (p. 260). Parece aquí que la muerte ya ha ganado su partida, ha esterilizado el deseo, lo ha vaciado y convencido de que no tiene lugar en este mundo.

La otra pareja central en nuestro relato es la formada por Rhoda (hija de Irene y Gary) y Jim, el adinerado dentista del pueblo. En un principio aparentan constituir un modelo positivo y burgués. Sin embargo, el lector se va apercibiendo de la predominancia en ellos de la mera fachada y el engaño. Rhoda sueña con el idílico día de su boda en Hawai, pero sabe “lo sola que podría sentirse una vez casada”. Jim –personaje inspirado, según Vann, en su propio padre- vive esperpénticamente la crisis de los cuarenta y le es secretamente infiel a su compañera con una esbelta jovencita, venida del sur para pasar las vacaciones, que acaba haciéndose pagar generosamente sus favores sexuales, chantaje mediante, justo antes de abandonarle. Las cábalas existenciales de este hombre maduro parecen prestarle la voz a un eventual jaque sufrido por el mismísimo American way of life: “En el fondo, la cuestión era qué estaba haciendo con su vida. No era creyente, y en su oficio difícilmente se llegaba a ser famoso o poderoso. Esos eran los tres grandes pilares: fe, fama y poder. Suficientes, en principio, para justificar toda una vida, o cuando menos hacerte pensar que la vida tenía sentido. Todo aquel rollo de ser un buen tío, de tratar bien a la gente, de estar con la familia era eso, un rollo, porque no tenía ninguna base firme. No existía una tarjeta de puntuación cósmica. A algunos, aparentemente, les funcionaba tener hijos, pero en realidad no. Mentían, porque habían perdido sus propias vidas y era demasiado tarde. Y el dinero, por sí solo, no significaba nada. De modo que únicamente quedaba una cosa, el sexo, y en este sentido el dinero podía ayudar (…) De pie ante el fregadero, mientras lavaba la lechuga, Jim encontró la solución. Dedicaría el resto de su vida al sexo” (p. 154).

También encontramos mínimamente caracterizado a Mark, el hermano de Rhoda, hijo de Irene y de Jim, que se dedica sobre todo a cultivar, vender y fumar marihuana, a pescar salmones de madrugada en un barco mediano, y a pasárselo bien con extravagantes amigos de disfrutan como niños de cosas tan estúpidas como llevar chaquetas de Hello Kitty mientras se agreden en carreras de Karts. De él se nos dice escuetamente que “para Mark cada día era un chiste, la vida un puto chiste” (p. 272). También se nos habla de su relación con su novia, con la que vive, una simplona que le acompaña en su travesía por esa sucesión de pasatiempos que para ellos es la existencia. Y la última pareja es la más volátil de todas, constituida por los dos jovencitos pijos que visitan Alaska en tienda de campaña durante el verano: Monique y Carl. Entre ellos tienen una especie de pacto de libertad total, pero mientras el chico está perdidamente colgado de la chica, la cosa no funciona tan matemáticamente a la inversa, ya que ella es bastante proclive a capitalizar su belleza y frivolidad en furtivas y lucrativas aventuras, de las que ya hemos mencionado algún ejemplo.

Los componentes del cóctel son estos. La novela los agita y confabula para verterlos luego en un magnífico combinado que no tiene rastro de dulzura, sino que invita a entender los sentimientos más depresivos, a degustar la espesa textura de la ineluctable tragedia, a vislumbrar los blanquecinos y espumosos tonos del más circular apocalipsis. Sin embargo, pese a terminar la cosa cerrándose en cierto modo en lo tocante a los padres, el autor, con una técnica sin igual, deja que el resto de peripecias conyugales sean clausuradas en la imaginación del lector, sin querer esto decir que algo escape del fatum.

Abandonado ya el libro, uno rememora el amargo eco de un sordo vaticinio que resurge de las rumorosas somnolencias del recuerdo textual: la medicina para nuestra sociedad no puede ser una receta negativa compuesta de abstinencias y privaciones, o una positiva, hilada de mentirosos romanticismos; se necesitan hechos que descerrajen los cerrojos de esta realidad, insondablemente cautiva de la mediocridad, que aquí retrata con soberbia Vann. Quizás, como intuye el mismo escritor, podría suceder algo que girase las tornas de nuestro destino y nos devolviese la condición de hombres, tan añorada por polichinelas manejados por griegos y caprichosos dioses. Pero tendría que ser algo excepcional, capaz de desembozar horizontes. Algo que Gary cree no haber encontrado en toda su existencia, y que ya no encontrará. Por eso el narrador nos cuenta: “En muchos sentidos, su estilo de vida había sido bueno. Sin tele. Sin internet. Sin teléfono. Solamente el lago, el bosque, la casa, los hijos, ir al pueblo para trabajar y comprar víveres. Visto así, no había estado nada mal. Un tipo de vida que tenía algo de elemental. Algo que podría haber sido auténtico de no ser porque en el fondo era una simple distracción, una suerte de mentira, para Gary. Si él hubiera sido auténtico, habrían podido serlo la vida de los otros” (p. 242).

Pongámosle, sin embargo, un pero. Pese a la impecable factura formal, pese al final, capaz de sostener la búsqueda trapecista de sentido del relato por parte del lector, sentimos añoranza de la huella de esperanza que rastreamos a veces en McCarthy. Una débil centella, un agónico rescoldo de tibio fulgor. No pediríamos más, en mitad de ésta, la más ártica e infranqueable de las tormentas descargadas sobre lo humano, tan frágil (a este respecto véase Melancolía (Von Trier, 2011) –especialmente el prólogo).

Jorge Martínez Lucena